«Ahora tengo a mi hija, a mi Madre y a mi fe»

15 de April de 2024

Desde siempre había escuchado hablar de la importancia de conocer la fe, de tener fe, de mantener la fe. ¿No es lo que decían las abuelas cuando algo no pintaba del todo bien? Al menos la mía sí, mi abuela se llamaba Juana, pero perfectamente podría haberse llamado «Fe». Durante los primeros años de mi vida, esos en los que dicen que se forja la personalidad, mi abuela me enseñó a rezar, a amar a la Virgen y a creer firmemente en Dios. Luego mi abuela faltó, y mi fe se fue con ella. Puede que sea una excusa barata, pero es una de mis debilidades, se me da bien excusarme.

Con los años, mi vida fue desordenada, en el peor sentido de la palabra. Fui esa adolescente que nadie quiere tener en casa: rebelde, de vida demasiado alegre, de nuevo en el peor sentido de la palabra. Tanto desorden y alegría mal gestionada, me llevó a gestar una vida en el peor de los momentos, si hablamos de oportunidad. Cuando me quedé embarazada trabajaba en la hostelería, me bebía el sueldo y ni siquiera estaba segura de quién podría ser el padre de esa criatura. El culmen de la buena vida. Yo tenía 24 años.

Sin embargo, Alice llegó y lo revolucionó todo. Y yo tuve un motor para moverme y empezar a ordenarme. Ella era una bebé regordeta, sana, alegre, pero en el buen sentido de la palabra. Y buena, tan buena, tan perfecta como solo lo son los milagros. No me di cuenta, pero Alice no nació con un pan debajo del brazo, nació con un cachito de mi fe debajo del brazo.

Los años pasaban y elegí colegio para ella, un colegio que ahora es familia. Para poder pagar el colegio, decidí ampararme en mis padres. Esos que en la adolescencia perfectamente podrían haber llegado a odiarme. Empecé una carrera que a día de hoy tengo acabada.

Elegí el colegio por las instalaciones, por la media académica y por los valores, un colegio cristiano, pero eso era lo de menos. Eso me repetía, pero el colegio también traía un poco de fe debajo del brazo.

Alice nació con un soplo en el corazón, nada grave, podía hacer vida normal, eso me repetían los médicos, pero a los 5 años, en su revisión anual, su cardiólogo nos dijo que tenía que operarla. Mi mundo se me vino abajo. Nada tuvo sentido, el médico decía «operación sencilla», yo solo escuchaba «corazón».

No hay forma de vivir sin corazón, yo solo pensaba eso: «la vida me va a quitar lo único que tengo, a mi hija, y yo no voy a saber vivir sin mi hija. Me da igual todo, si ella se va, me voy con ella».

Esa misma tarde, por casualidad, una mamá del cole me llamó para invitarme a un fin de semana en Torreciudad, para participar en la Jornada Mariana de la Familia. Y yo me agarré a esa fe que mi hija y su colegio habían traído debajo del brazo; la necesitaba, era débil, estaba rota, tenía miedo. No podía sola.

Acudimos a Torreciudad un viernes y a mi hija la operaban un lunes. Otra casualidad. Cuando entré en el santuario todo me pareció espectacular, es un sitio tan precioso que cualquiera, con fe o sin ella, es capaz de admirarlo. Pero al entrar a ver a la Virgen, me arrodillé y lloré y recé.

Durante los años de colegio de Alice había rezado, y había participado en reuniones de padres y en oraciones. Pero esa fue, sin duda, la primera vez en mi vida que recé con desesperación, pidiéndole un favor tan grande a la Virgen como que protegiera a mi hija, que permitiera que mi hija se quedara conmigo.

Acudí a Ella como quien acude a una vieja amiga, fue para mí como quien llama a un conocido informático cuando se le rompe el ordenador, porque sabe que puede arreglarlo y… bueno, somos amigos al fin y al cabo.

El lunes operaron a mi hija, fue rápido y perfecto. Fue la hora más difícil de mi vida y acudí a la Virgen de Torreciudad de nuevo, una y otra vez, como quien llama a su amigo a las 3 de la madrugada, desesperado.

Mi Madre, nuestra Madre. No me miraba como a una vieja amiga, me conocía, de sobra, y me cuidaba tanto o más que yo a mi hija. A la hora, Alice estaba fuera de quirófano, adormilada pero despierta, y su corazón funcionaba.

Me di cuenta entonces de que mi hija venía con fe debajo del brazo, que Alice no fue una casualidad, no vino en un mal momento, el colegio no fue una casualidad, tampoco lo era la llamada para ir a Torreciudad ese fin de semana: mi fe recuperada no era casualidad.

Yo acudí a mi Madre celestial preocupada, como quien acude a una vieja amiga, pero ella me había llamado con insistencia, me había atraído mil y una veces, como solo una madre lo hace, y yo la ignoraba, como solo una hija sabe hacer.

Pero Ella estaba, me cuidó, nos cuidó.

Ahora tengo a Alice, a mi Madre celestial y a mi fe.

Joana

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