Artículo de la escritora Mercedes Salisachs en La Vanguardia, 2 de julio de 2000, sobre la curación de san Josemaría a los dos años de edad.
«Era una semilla enferma que no podía crecer y convertirse en árbol. Era un niño. Tenía dos años y una vida por delante. Pero repentinamente cayó gravemente enfermo y los médicos diagnosticaron que no tenía remedio, que su dolencia era irreversible y que no había solución para él. En su pequeña existencia el vigor se extinguía lentamente, pero todo era inútil: sus sonrisas y sus llantos, sus breves curiosidades y descubrimientos, sus silencios y sus miradas sorpresivas. Lo cierto es que el niño se iba sin remedio porque no había curación para él. La madre sufría: su hijo iba a morir y nadie podía hacer nada para salvarle. La muerte se le notaba en la piel casi envejecida, en su mirada triste y en aquella dejadez que diagnosticaba su fin. La madre era devota y aunque su impotencia humana era grande, también lo era su fe. De pronto se acordó de la ermita instalada en el norte de Aragón, donde se veneraba una imagen de la Virgen llamada de los Ángeles de Torreciudad simbolizada en una talla románica del siglo XI.
Agarrándose a ella rezó para que el niño desahuciado (aquel remedo de semilla ya casi extinguida) pudiera salvarse. La confianza que puso en Ella fue escuchada y al instante el niño se curó. Fue una curación milagrosa que nadie esperaba. Por eso la madre agradecida no perdió el tiempo y al día siguiente llevó a su hijo pletórico de salud a la Virgen de Torreciudad para satisfacer aquella incoherencia bendita que los seres humanos no podían comprender. Por eso la madre no dudó en consagrar aquel hijo recuperado a la propia Virgen. Eso ocurrió en el año 1904. Hoy en día, Torreciudad no es solamente una ermita sino un santuario. Un inmenso templo de apariencia sencilla, pero empapado de la grandeza mayestática del fervor multitudinario que abarca el mundo entero. Se trata de una pequeña Lourdes en el norteño y magnífico paisaje del Alto Aragón, situado entre bloques montañosos y pantanos que rodean el austero lugar hecho no solamente de ladrillos vistos, sino también de ensueños escondidos y esperanzas gloriosas que obligan a miles de peregrinos a visitarlo. El fervor que allí se respira es tan profundo como el que se experimenta en Fátima o en Lourdes, de tal forma que la belleza del paisaje queda ofuscada ante la belleza de la enorme fe que conmueve a miles de peregrinos. La semilla curada que luego fue ese árbol frondoso se llamaba Josemaría Escrivá de Balaguer.»
MERCEDES SALISACHS