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Hemos recibido el testimonio de Germán, un colombiano enamorado de la Virgen de Torreciudad que cuenta su itinerario espiritual de amor y devoción a Nuestra Señora en su advocación altoaragonesa a lo largo de su vida como inmigrante en España.

Mi nombre es Germán López Salazar. Nací en Colombia, en una ciudad llamada Manizales, en la cordillera central de mi país. Nuestros ancestros, tanto los de mi esposa como los míos, son de familias cristianas en las que se nos infundió un gran amor y devoción por La Virgen.

Con el paso de los años, por razones que no puedo justificar, me fui retirando de las practicas piadosas, de frecuentar la Iglesia… Abandoné casi todo, pero creo que en el fondo sí que mantenía un cierto trato con la Virgen. Después de venir a España, al vivir lejos de mi tierra y de casa de mis padres, recordaba en mis ratos de tranquilidad esa época de la niñez, cuando estaba en mi casa ayudando a mi mamá a hacer mi cama y ella me hacía repetir las oraciones que de pequeños casi todas las madres enseñan a sus hijos: Oh Señora mía, Bendita sea tu pureza, Ángel de mi Guarda, tres Avemarías, etc.

Conocí el santuario de Torreciudad en 1977 por medio de un amigo colombiano. Él tenía tiempo libre entre semana, igual que yo, y preparaba recorridos para que ambos fuéramos conociendo los alrededores de Zaragoza; nos repartíamos los gastos de los desplazamientos. En una ocasión me comentó que habían construido un santuario nuevo con un Cristo muy bonito y unos paisajes preciosos, y que valía la pena conocerlo. Mi esposa también se animó a venir, y recuerdo que les dije: «bueno, yo los llevo, ustedes miren lo que quieran, el Cristo, etc., pero a mí no me esperen porque yo me quedo fuera en el coche».

Llegamos a Torreciudad, ellos se bajan y yo me quedo dentro del vehículo. Había pasado poco tiempo y, no sé por qué, el caso es que salgo, les alcanzo y me quedo un poco por detrás. Al empezar a bajar hacia la explanada, recuerdo muy bien el lugar exacto, tomo del brazo a mi esposa Margarita y le pregunto: «¿tú notas lo que yo estoy sintiendo?”. Ella me mira y me responde: «pero ¿qué dices? Yo no siento nada, tú sabrás…». Ellos siguen su paseo y se van por la parte superior, mientras que yo voy entrando hasta llegar a la zona de confesionarios.

Y el caso es que me confesé, salí muy contento, y cuando les encontré me estaban buscando. «Pero, ¿dónde estabas?». «Pues confesándome…». Gran alegría para mi esposa, porque ella sufría por mi alejamiento de la Iglesia. Le dije: «con estos curas sí me puedo confesar, porque…, no lo sé…, su trato, su cariño…». Esto lo comento porque un par de años antes, yendo también con mi esposa y nuestra hija pequeña por una ciudad de España, intente confesarme en una iglesia de esa ciudad y la experiencia no fue muy gratificante en aquella ocasión, por lo que mi alejamiento se ahondaba más y más.

A partir de aquel momento ahorrábamos algo y aproximadamente cada tres meses subíamos a Torreciudad para confesarnos. Hacíamos un pequeño asado en un merendero que hay en las curvas previas, con mesas de piedra, y donde en aquella época se podía hacer fuego al aire libre. Desde ese momento a todos los amigos que nos visitaban los invitábamos a conocer Torreciudad, incluso llevamos a mis papás cuando tuvieron la oportunidad de venir a visitarnos. Por eso digo sin ningún pudor: «soy amigo de la Virgen desde 1977».