“Dios viene a salvarnos”. Con esta esperanza, Mons. Javier Echevarría sugiere preparar nuestros corazones en el Adviento para que Jesús encuentre en ellos su morada:
El tiempo de Adviento, que también acabamos de comenzar, ha de constituir un estímulo para recorrer —de la mano de la Virgen y con San José— las semanas que faltan para la Navidad. Todos los años, al cumplirse estas fechas, nos encontramos con invitaciones de la liturgia que resuenan urgentemente en el alma; con más insistencia, cuanto más nos acercamos al 25 de diciembre. Estas fechas se presentan muy adecuadas para meditar las palabras con las que, desde los albores de la historia, Dios ha tratado de infundir ánimos en los corazones.
Ya en los primeros capítulos del Génesis, inmediatamente después de narrar el pecado original, la Sagrada Escritura nos llena de esperanza. Dirigiéndose al tentador que, bajo figura de serpiente, ha seducido a nuestros primeros padres, el Señor afirma: pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, mientras tú le herirás en el talón (Gn 3, 15). Es la promesa de la Redención que realizó Jesucristo, linaje de la mujer. Y también vemos ahí, como entre sombras, la figura de una Mujer maravillosa —Madre del Redentor—, sobre quien la serpiente infernal no tendrá ningún dominio. María, estrechamente asociada a su Hijo, alcanzará con Él la plena victoria sobre el enemigo de las almas. En atención a los méritos de Cristo, quedará preservada del pecado original —con el que todos nacemos— desde el primer instante de su concepción. Caminará siempre inmaculada, totalmente santa en cuerpo y en alma: la Toda Santa, como la llaman los cristianos de Oriente.
A partir de ese primer vaticinio, las voces de los antiguos profetas vuelven a escucharse con todo su vigor durante la liturgia del tiempo de Adviento, formando una sinfonía espléndida. Pensemos que, sobre todo en la última semana —ante la inminencia del Nacimiento de Jesús—, la Iglesia no sabe contener su entusiasmo y prorrumpe en exclamaciones llenas de maravilla: Oh Sabiduría del Altísimo, ¡ven a enseñarnos el camino de la vida!, reza la liturgia el 17 de diciembre, en la primera de las grandes ferias que desembocan en la Navidad. Oh raíz de Jesé, ¡ven a librarnos y no tardes! Y más adelante, con insistencia: Oh llave de David, ¡ven a liberar a los que yacen oprimidos por las tinieblas del mal! ¡Ven a salvar al hombre, que modelaste del barro de la tierra! (cfr. Misal Romano, Aclamaciones antes del Evangelio, en las ferias del 17 al 24 de diciembre).
Hijas e hijos míos, hagamos totalmente nuestras estas apremiantes llamadas que la Iglesia nos dirige. Dispongamos el corazón ya desde estos primeros días de Adviento; preparémoslo para que el Señor lo encuentre lo más limpio posible y para que pueda poner en nosotros, con complacencia, su morada. Conocemos de sobra que ninguno de nosotros es digno de recibirle; pero Él, lleno de misericordia, toma la iniciativa: sale a nuestro encuentro y nos otorga la gracia. Cada mañana viene a nosotros en la Eucaristía. La preparación cuidadosa de ese momento cotidiano será el mejor modo de disponernos para su venida espiritual en la Navidad. Ruego al Cielo que percibáis con toda su hondura aquel grito: ¡tratádmelo bien! (cfr. San Josemaría, Camino, n. 531), que vemos hecho realidad, con plenitud, en el comportamiento de María y de José.
Detengámonos un momento a reflexionar, con palabras de Benedicto XVI, que la liturgia no usa el pasado —Dios ha venido— ni el futuro —Dios vendrá—, sino el presente: “Dios viene”. Como podemos comprobar, se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre: está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento “Dios viene”.
El verbo “venir” se presenta como un verbo “teológico”, incluso “teologal”, porque dice algo que atañe a la naturaleza misma de Dios. Por tanto, anunciar que “Dios viene” significa anunciar si