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El cariño y delicadeza con la que la Iglesia invita a sus sacerdotes a tratar a Jesús en las especies eucarísticas de pan y vino procuramos vivirlo en el santuario con todo el amor del que somos capaces. Eso ayuda mucho a los peregrinos que se acercan a Torreciudad, como nos cuenta este testimonio.

Al dar la comunión en una misa que celebraba en la capilla del Santísimo del santuario (un día entre semana con pocas personas), se acercó una señora de raza oriental. Durante la eucaristía había participado con mucha piedad, pero al pedir y recibir la comunión en la mano observé que partía la forma por la mitad y se la guardaba en la palma de la mano mientras comulgaba con la otra mitad.

Con gestos amables (porque no entendía el castellano) le indiqué que debía comulgar también la otra mitad, que no la podía guardar. Y en un cuchicheo no muy comprensible en inglés me pareció entender que la guardaba para otra persona que estaba fuera. Mientras yo purificaba los objetos utilizados en la misa, un conserje del santuario le explicó que no se preocupara, que comulgara toda la forma porque el sacerdote esperaría a su marido para darle la comunión fuera de la misa, pero que no podía llevarla en la mano hasta el exterior.

Resultó que era un matrimonio de holandeses católicos, un encantador contraste entre la pequeña estatura de la esposa y la gran humanidad de su marido, rubio de ojos azules y con más de metro ochenta de altura. Había tenido que quedarse en el exterior con el perro que llevaban, porque pedimos a los visitantes que no entren con animales en el recinto del santuario. Dejó al perro con su esposa y vino a comulgar, yo le esperaba en la capilla. Quedaron completamente conmovidos de toda esta «operación», porque entendieron el motivo. Y reconocieron que había aumentado mucho su fe en la presencia real del Señor en la eucaristía. El conserje me confirmó más tarde con gran alegría: «se han ido felices».