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Este relato procede de un libro escrito en alemán por un testigo directo de los hechos, Arthur Pahl, guía de un grupo de peregrinos. Cuenta cómo uno de ellos alcanzó en Torreciudad la gracia de aceptar serena y gozosamente su muerte por intercesión de la Virgen.

“La agencia me había dicho que este viaje iba a ser especial: los peregrinos que debía atender querían seguir las huellas de san Josemaría Escrivá de Balaguer por lugares muy relacionados con él, en concreto Barbastro, su ciudad natal, Zaragoza y Torreciudad. Cuando recibí al grupo en Lisboa llamó mi atención la silla de ruedas donde se sentaba un hombre con ojos hundidos y cansados. Su cara era sólo parcialmente visible, porque llevaba una mascarilla de tela blanca como las que se usan en los hospitales. Directamente se dirigió a mí:

—¿Te llamas Arthur, verdad? Y dándome una mano huesuda se presentó. —Me llamo Dennis y ésta es mi mujer Emilia. Me gustaría sentarme a tu lado en el autobús para no perderme ningún detalle. Yo me preguntaba cómo era posible que una persona tan enferma quisiera hacer un viaje tan largo y agotador. Me dijeron que él quería conocer Torreciudad desde que era joven porque estaba relacionado con el Opus Dei, y sólo lo conocía en fotografía, aunque pensaba que era el santuario más bonito del mundo. Nos acompañaba Juan Carlos, el director de la agencia, quien me explicó que hacía un mes Dennis llamó para cancelar su inscripción en la peregrinación porque le habían detectado un cáncer de pulmón muy agresivo. Tres o cuatro días después volvió a llamarle para decirle que, a pesar de todo, quería hacer el viaje.

 

—Juan Carlos —me dijo— voy a ir porque para mí no es un viaje normal. Necesito hacer esta peregrinación para cerrar mi vida. Es lo que mi fe me demanda. Estoy decidido: haré el viaje aunque me cueste la vida. Días más tarde se reunieron para hacer la presentación del viaje e ir conociéndose. Juan advirtió a todos de la dificultad de viajar con un enfermo terminal, pero sorprendentemente ningún peregrino pidió que Dennis quedara en tierra.

Según avanzábamos por Fátima, Madrid, etc., Dennis sufría más dolores que intentaba aminorar con tabletas de morfina que le habían recetado. Y también se mostraba más inquieto, preguntándome insistentemente cuánto quedaba para llegar a Torreciudad. Por fin, llegamos al santuario después de pasar por Zaragoza. La sorpresa fue que Dennis me dijo que se le habían acabado los analgésicos de morfina. Me quedé desolado, preguntándome si cerca de Torreciudad habría una farmacia. Sin dudarlo, le dije al conductor del autobús que me llevara a El Grado, por si había una allí. Efectivamente, en la parte más alta del pueblo, donde el autobús no podía llegar, estaba el establecimiento. La dificultad consistió en que el farmacéutico no quería despachar un producto que era claramente una droga. Le expliqué que la medicación era para un enfermo terminal de cáncer que estaba en Torreciudad, y que si no lo creía que fuera con el coche en un momento al santuario y se convencería. El farmacéutico se dejó convencer, y volví triunfante con las pastillas.

Pregunté por Dennis y me dijeron que estaba en la iglesia, delante del retablo y de la imagen de la Virgen. Tardé unos momentos en darme cuenta del profundo significado de esos momentos. Dennis había llegado a la meta de su doloroso viaje. Ahora había alcanzado su sueño, mientras contemplaba el precioso retablo con las escenas de la vida de María. Estaba en la cumbre de su anhelo; o quizá más, estaba terminando su vida en diálogo con el Señor y con la Virgen. Le dejé rezar, y más de media hora después, Dennis se dio cuenta de mi presencia y me preguntó si había traído las pastillas. Después de darme las gracias, me dijo:

—Arthur, en esta última hora he cerrado mi vida, la he clausurado. ¿Entiendes qué quiero decir? Asentí, pero Dennis continuó: —Lo he visto.

—¿Qué has visto, Dennis? —pregunté.

—He visto la muerte, mi propia muerte. Al principio parecía horrible. Pero algo después cambió de aspecto. Al final parecía llena de paz y algo muy tentador. Sí, Arthur, mi vida se está acabando, pero no tengo miedo. Ahora sé que todo saldrá bien. Sólo se trata de que yo iré por delante de vosotros: eso es todo.

Con lágrimas en los ojos, puse mis manos sobre los hombros de Dennis. Los dos comprendimos la situación.

Al día siguiente llegamos a Lourdes, y las fuerzas de Dennis se estaban apagando. Se quedó en el hotel a su pesar sin asistir al rosario de antorchas. Sin embargo, en su rostro demacrado había un aspecto lleno de paz.

Todos pretendían que Dennis fuera a los baños. Cuando le pregunté si ya había estado allí, me contestó:

—Baños… ¿Para qué quiero los baños? No, Arthur, no estoy interesado en esos baños.

Quedé sorprendido, millones de personas vienen todos los años, muchos con enfermedades incurables, con el simple objetivo de tomar esos baños.

—Arthur, no necesito ninguna curación milagrosa. Estoy curado. Te lo dije en Torreciudad. He clausurado mi vida y voy a casa reconciliado. La Madre de Dios ha determinado la senda que su Hijo tiene ya preparada para mí. Me iré en paz.

Su cara no mostraba ningún signo de tristeza. Más bien, estaba iluminada por una especie de alegría serena y relajada.

Cuatro semanas después de llegar a Estados Unidos murió, lleno de paz, el día 29 de junio de 2008.